VIEJOS AMANTES
- Jefferson Andrey Bustos Prieto
- 11 dic 2022
- 5 Min. de lectura
Recordé esos momentos en que me sentaba a su lado y jugaba con su blanco bigote, ese cúmulo de vellos gruesos y brillantes que a diario se arreglaba con la ayuda de un peine y unas tijeras de esas metálicas que se sujetan con dificultad por su diminuto tamaño. Verle, me llevó a mis días de vacaciones que pasaba junto a esos dos viejos. En la mañana, mientras hacía mi cama, el olor a tinto campesino me abría el apetito, y me afanaba a terminar el aseo de la habitación para salir corriendo a pedir, desesperado, una tasa humeante de aquel líquido que se había convertido en una costumbre casi que religiosa cuando se iba a la casa de los abuelos. Una vez llegaba al mesón que dividía la cocina del comedor, la abuela me arrimaba un pocillo blanco con bordes floreados que despedía ese dulce olor a café recién hecho. Al lado, en un plato blanco con las mismas flores impresas en su contorno, se presentaba el mejor acompañamiento de la mañana: una arepa gruesa y seca que mojándola con el tinto deleitaban a cualquiera. Mientras se tomaba el tinto y se comía la arepa, la abuela caminaba de un lado para otro en la cocina, corría olletas de un fogón al otro mientras el abuelo en el patio lavaba algunas prendas a mano. “Porque toca sentirse útil, mijo” respondía siempre que le preguntaba por qué no se sentaba y me dejaba hacer esos oficios a mí. Todo esto sucedía mientras en la radio las gatas daban la hora: “son las 07:00 am” se escuchaba por las bocinas.
Después de tomar el desayuno (avena para el abuelo, chocolate para mí y la abuela) se debía emprender la caminata cotidiana para que las caderas del viejo no se oxidaran y no le dolieran tanto al pararse de la poltrona en que se sentaba. Comúnmente se salía a caminar por lugares donde hubiera ganado, pues había que recoger la seca muñiga que el sol preparaba para que luego sirviese de efectivo fertilizante en la tierra de las matas de la abuela. Era costumbre que, luego de recoger con cierto desagrado aquella mierda seca, nos laváramos las manos y pasáramos por la plaza de mercado a comprar las frutas de la semana. Allí empezaba una acalorada negociación entre el vendedor y el abuelo. Al pensar en ese lugar viene a mí el olor de las frutas que, bajo el sol, se podrían en las orillas de la calle que rodeaba la plaza; el particular olor de aquellos coteros que casi siempre tenían una camisa sucia y sudorosa; las manos ajadas y callosas de las mujeres que nos atendían cuando nos acercábamos a comprar algo.
La rutina diaria continuaba con el almuerzo en la casa de los abuelos a las 12:30 pm. Era un mandato militar estar sentado a esa hora para compartir los alimentos en la mesa. El televisor debía estar apagado para comer porque “así uno no se concentra en la comida y no le alimenta” decía el abuelo. Recuerdo mucho que, en medio del silencio que se hacía presente en el comedor, lo único que se escuchaba era el crujir de la caja de dientes de los ancianos mientras devoraban su comida con una pasión realmente admirable.
Después del ceremonioso momento del almuerzo - en el que por cierto el pasar bocados para un lado y otro era parte del ritual -, el abuelo se dirigía a la imponente poltrona de madera para sentarse y disponerse a una siesta que habría de durar comúnmente unas dos horas. Mientras tanto, la abuela, luego de dejar las labores de la cocina pasaba a su siguiente trabajo: tejer cosillas para su familia. En este momento viene a mi mente el claro retrato de mi abuelo durmiendo con la cara orientada hacia el techo y su boca abierta emitiendo cortos y suaves ronquidos, mientras que frente a él, sentada en una silla de tubos y con cojines rojos, la abuela concentraba toda su atención en las puntadas de las agujas de croché que iban dando forma a su trabajo. Claro que algunas veces sus manos se detenían mientras sus ojos se cerraban y cabeceaba ligeramente como intentando dormir en una posición incómoda. Mientras esta hermosa y tranquila escena ocurría, yo simplemente apreciaba y disfrutaba el momento de ver a los dos viejos dormidos uno frente al otro.
Recuerdo las historias que el abuelo contaba durante largo rato, mientras yo sostenía sus pies y los lavaba en agua de caléndula. Mientras el calor del agua pasaba por mis manos, oía las graciosas historias de las bromas que se hacían entre compadres en la finca; aquella vez en la que el caballo llevó cargado hasta la casa al viejo borracho que había bajado supuestamente a negociar unos bultos de papa recién sacada; las ocurrencias y castigos que se les infringían a mis tíos por problemas de faldas, por no entrar a la escuela, por meter plata a esos gallos de peleas.
La voz de los dos ancianos, el aroma de ambos, su respiración mientras dormían y la humedad de sus labios cuando me besaban en la mejilla, todo ello viene a mi mente cuando miro tu rostro pálido y dormido. Aunque sé que de este sueño será muy difícil despertarte porque un endemoniado cristal, lleno de las lágrimas de la abuela, que duró largo rato mirándote, me impide meter mi mano en este frío cajón para poder moverte y abrazarte como lo hacía en las mañanas cuando te despertaba. Miro tu camisa, tu corbata roja de figuras de caballo, tu elegante bigote y tu pelo canoso, toda tu imagen solo me trae recuerdos hermosos de la abuela y de ti, pues es imposible intentar rememorar un momento en el que no estuvieran juntos. Sin embargo, he aquí el doloroso instante en que la pareja se ha visto alejada por la cruda y a veces injusta naturaleza del envejecer. Este es el estrepitoso golpe que sufrimos quienes nos pretendemos privilegiados de tenerlo todo por la eternidad. Solo cuando nos enfrentamos al fenecimiento de la vida, nos damos cuenta que el tiempo se deslíe rápidamente entre los dedos y lo que acabamos de vivir ahora es un recuerdo que, con el tiempo, tal vez, se borre de la memoria senil de nuestra propia humanidad.
¿Sigo escribiendo? ¿Cómo detenerme en esta empresa dolorosa si mientras lo hago me he dado cuenta que ahora la abuela tampoco está? Esa es la vida, dicen los devotos. Pues tal vez lo sea, pero ella no agota la existencia, porque mientras escribo sobre los dos ancianos se prolonga su existir. Y mientras lo que escribo lo leen otros, ellos también conocen que esos dos viejos amantes existieron y permanecen en la historia. No me vengan con que la existencia se agota con los años de vida, patrañas.
Excelente texto!!mientras leía, mi mente me transporto a mi niñez, una niñez muy linda, mis tan anheladas vacaciones para compartir con mis abuelos, se valoraba el tiempo! , en las mañanas antes del desayuno era una tradición compartír una copa de vino z y un trozo de deliciosa mantecada preparada con mucho amor por mis queridos tíos. Tiempos hermosos donde se tenían sesiones con la mejor psicóloga, mi abuelita! Siempre los llevo en mi corazón!
Leyendo esta columna se me vinieron a la mente tantos recuerdos, por consiguiente fue difícil no poder conmoverme con cada una de las palabras escritas. Los abuelos siempre serán aquellos seres que cuando no están se siente un vacío grande, sin embargo, quedan los recuerdos cada uno de los momentos vividos que quedarán guardados en nuestra mente y en el corazón.
Por otra parte nos hace reflexionar, pues hoy en día en el "mundo de la tecnología" no se valoran esos momentos con aquellos seres queridos y simplemente se dejan pasar por estar entretenidos con los celulares. Dichoso aquel que disfruta con su ser querido un café, una charla, un atardecer o simplemente un abrazo.