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Muere lo que muere y muere lo que se olvida

No recuerdo mi nacimiento, eso fue hace mucho tiempo. Además, no sabría siquiera decir si sentí frío en aquella helada noche de diciembre. De mi niñez tengo vagos recuerdos, pero no podría decir que se trata de una línea consecutiva de mis actos. Puedo acordarme de la vez en que escapé de casa para ir a saludar a mis abuelos. También recuerdo mi cabeza en el fondo de la alberca de la casa porque la palabra “hijueputa” salió de los labios de un noble niño de cuatro años de edad. Recuerdo cuando, por influencia de mi hermana menor, exploramos los rugosos tejados de la casa para broncearnos con el sol del mediodía mientras mi madre corría angustiada temiendo una tragedia. Podría decir que fue una etapa buena, familiar, alegre y plena. Contrario a la niñez (si así se puede llamar) de aquellos que temen que una bala atraviese su ventana o que no exista la posibilidad del desayuno al otro día.


Mi adolescencia la recuerdo con un poco más de lucidez. Las decisiones que tomé y las indecisiones que me llevaron a especular lo que habría podido ser hoy me hacen preguntarme si viví de la mejor manera. Las relaciones amorosas, las amistades y cuantas cosas hice o dejé de hacer, me llevan a pensar si en realidad mi corto tiempo en la juventud valió algo o simplemente me quedé amodorrado frente a un mundo que pasaba ante mis ojos. Ahora, después de tantos años de caminar por este mundo, después de ver tanta barbarie, tanta belleza, tantas muertes, tanta vida, tanto sufrimiento, tanta alegría, hoy me pregunto: ¿qué rayos es lo que dejaré?


Ahora encuentro sentido a lo que Jean Améry me decía a través de sus líneas que, en una época, me parecieron oscuras y pesimistas. Améry afirmaba que poco a poco el mundo se me iría negando. Y sí, así fue. Lo que podía hacer de niño, en mi adolescencia e incluso en mi adultez, ahora ya no. La montaña que subía todos los domingos en la mañana, montado en mi bicicleta, ahora se me niega, no me permite subirla. Recuerdo esas hermosas tardes en las que salíamos a caminar con mi familia, andábamos por horas hablando de la vida y de muchos de nuestros acontecimientos, pero hoy esa maldita calle me empuja a reclinarme en un sillón. Me preguntaba ¿Qué me pasa? Y Améry me respondió: “Estúpido, estás enfermo. Es la misma enfermedad que contraen todos al nacer: el envejecimiento”. ¡Es cierto! Cada segundo nos acercamos más al momento de nuestra muerte. ¿Será que vivo o será que estoy muriendo?


Esta angustia, al pensar si en realidad le di sentido a esta existencia que por unos pocos años me permitió salir al mundo, me carcome hoy en medio de mi soledad. Pienso en que llega aquel momento en el cual me enfrentaré a la imposibilidad de posibilidades de la cual hablaba Heidegger y, entonces, me pregunto: ¿Si tuvo sentido el vivir? ¿Viví para los demás? ¿Viví? O, más bien ¿Estuve muriendo? Tal vez lo que me espera sea quedar en aquellos que dirán el día de mi sepultura: “vivirá en nuestros recuerdos”. ¡Sí, claro! En esos recuerdos que constantemente son asechados por el olvido. Ese mismo olvido que hace que lo que hipócritamente nos escandaliza se repita, que Auschwitz no importe, que la guerra sea siempre la única salida, que la miseria sea el mejor espectáculo de la calle. En ultimas, este olvido termina cumpliendo la misma función de la muerte: asesina lo que era o intentó ser, lo que estaba y ya no está.


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