El hedor de nuestra tierra
- Sergio Efrén Salinas Romero
- 29 ene 2023
- 4 Min. de lectura
Hace ya algún tiempo me fue posible tener un acercamiento a algunos de los postulados del filósofo latinoamericano Rodolfo Kush. Uno de los temas que más me llamó la atención es lo que él denomina como el “hedor” de América Latina. Pues bien, cuando quise expresar lo que entendía con ese concepto recordé un lugar específico y hoy lo comparto también con ustedes.
Hay una inspección del municipio de Ubalá Cundinamarca que se llama Santa Rosa. Cuando uno tiene la posibilidad de estar allá desde el principio el ambiente es como de “otro mundo”. El paisaje parece incambiado. Aunque existen algunas vías pavimentadas y casas hechas con ladrillos, tejas de zinc, varillas y demás, lo que impera es un aura natural, no encuentro otro nombre para describirlo.
Su gente siembra aprovechando la fertilidad de sus tierras y comercia con esto mismo. Por otro lado, hay minas de esmeraldas y el desarrollo que esto ha traído la misma gente lo describe con un refrán lapidario: Plata de mina, plata de ruina. La parte más urbanizada consta de una capilla y la casa cural, al rededor algunas casas y una pequeña escuela, una cancha. Un par de tiendas, solo hay una donde venden algunas verduras que no se dan en la región. Ahora, la mayoría de estas construcciones son de adobe y están marcadas por el hollín. La hierba se mete por las hendiduras de las calles, todo es antiguo, en medio del clima cálido la neblina se traga por momentos todo el lugar y a veces se dispersa para permitir ver montañas y montañas, verdes y llenas de vida. Los sapos y las serpientes se pasean sin miramientos por las calles; y ni decir de los caminos de herradura, los más usados y comunes de la región porque nadie tiene para comprar carros, solamente bestias.
En medio de todo esto hay algo que complementa ese paisaje tan extraño para nosotros en la ciudad. Su gente. En cada una de esas casas viejos y jóvenes trabajan a diario en la labranza o en la mina. Su preocupación por su apariencia apenas es notoria. Cuando se entra a la tienda siempre hay gente tomando, no importa el día. Y ¿Por qué? Pues porque allá la gente no se rige por pruebas de alcohol. Lo único que le interesa al patrón es que lleguen a trabajar y hagan algo. Que salgan de la mina ya es problema de ellos.
Las mujeres también siembran, cuidan niños y cocinan en estufas de carbón. El café sabe distinto y la humedad del ambiente hace un coctel al momento de degustarlo. Sin embargo, hay otro olor que se agita aún en el aire. Este paisaje acunado por las aves en un tiempo estuvo en silencio. Era zona roja, como suelen llamar. Mucha gente vio morir o desaparecer a sus allegados y otros los vieron caer y morir sepultados por culpa de una avalancha en una antigua mina que pertenecía a grupos armados. La montaña aún tiene una cicatriz y a la gente de ese lugar también.
Así que si alguien se pone en medio de ese caserío y respira profundo va a encontrar el olor suave de las frutas y el café recién molido y cosechado; el humo del huitrón y a la comida de casa recién hecha; la brisa que constantemente pasa. Pero también sentirá el olor a tufo y a guardado de una tienda donde aún venden chicha porque la cerveza es para cuando haya plata, el olor a sudor y cansancio de un minero que hoy ganó nada porque no encontró nada; una anciana que todavía recuerda cómo subían a los muertos en mulas por una montaña arriba después de la avalancha. Y tal vez todo eso combinado no sea para nada satisfactorio. Será rancio y el café ya no aromará igual, la comida por muy orgánica y fresca parecerá antihigiénica, las casas tiznadas nos darán hasta alergias y no podremos dormir por el miedo a que un sapo o una serpiente amanezca sobre nosotros. Lo peor es que ese hedor se impregna o mejor aún, se descubre.
La historia de este caserío es la historia también de esa América que huele a todo. A lo bonito y lo dulce y a lo amargo y doloroso. Nuestra vida de pseudopulcros nos previene de esos hedores y nos perfuma con ínfulas de progreso. Pero dentro de nosotros está la historia de cada persona que no se puede quitar ese hedor de encima, que ni siquiera quisiera hacerlo. Ese hedor identifica, es una marca que por más que queramos lavar no se va. Está impregnado en la piel. Sin embargo, se extingue pues cada vez son menos los lugares casi incambiados como Santa Rosa y lo peor es que al ciudadano eso no le importa. Estos lugares sin gloria alguna simplemente necesitan más progreso y sacar toda esa riqueza que tienen desaprovechada. Eso pensaría el pulcro cuando llega a la cima de sus montañas y ve, como siempre hacia abajo, un hediento lugar de América que necesita ser limpiado.
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