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El cautiverio

Lo que una vez fue una imponente y caudalosa cascada, hoy es un acantilado seco y ruinoso donde ya ni siquiera la vegetación se atreve a abrirse paso. Se trata de una tierra árida, hogar de los alacranes y las serpientes de cascabel. Alrededor de aquel escenario desértico se levantan tímidamente unos esqueletos de madera que en otro momento fueron altos y vigorosos árboles que, juntos, formaban una espesa capa verde que cubría cientos de kilómetros. Muchos se preguntan hoy ¿dónde están los bellos y diversos animales que acostumbraban a pasearse por la vasta extensión del bosque? Pues se han ido. Simplemente se aprecian los restos cadavéricos de las reses, conejos, los pocos osos, las aves que han quedado en el camino muertos de sed y desesperanza. Lo que antes era un frondoso y fresco bosque, ahora es un angustiante desierto lleno de muerte y soledad.

Las aves emigraron; los pequeños roedores vivían bajo la tierra por temor a enfrentarse a la horrible sequía; las plantas estaban simplemente en el recuerdo de los pocos que pasaron por aquel lugar; todo rastro de vida se había extinguido o había huido de allí. Pero, ¿por qué? ¿Qué sucedió allí? La abuela cuenta que escuchó de un forastero que todo era culpa de algunos expedicionarios que se atrevieron a entrar en la inmensidad del bosque en busca de una especie mítica. Según lo que aquel hombre contó, la expedición estaba en busca de un ave tan dorada como el oro. De un plumaje que brillaba de tal manera que cuando se encontraba en lo alto del cielo, el resplandor del sol la hacía lucir como una estrella diurna. No había en el bosque ni en los cielos un ave como aquella. Contó, también, que al extender sus alas bellamente alcanzaba una envergadura de un par de metros.

Toda esta descripción me resultó completamente descabellada ¿Un ave que tenía un plumaje de oro y, no suficiente con ello, que llegaba a medir casi dos metros en vuelo? Solo podría creerlo como parte de una de esas historias de ficción que se encuentran consignadas en los libros de los locos. Pero eso no fue lo único que me dejó incrédulo. Resulta que esta descripción fantástica no llegaba a su fin con esto, pues mi abuela contó que el forastero le confirmó que era justamente esa ave la que mantenía con vida al bosque, pues era el movimiento de sus alas lo que enviaba un aliento de vida a la vegetación, el que empujaba las pesadas aguas a caer por la enorme cascada y a correr por el cauce del río. Además, su color hacía que el sol no se colara directamente en el bosque y secara todo lo que allí había. Por eso aquel lugar permanecía fresco y húmedo.

El inicio de la desgracia del bosque se dio cuando la expedición de hombres puso su primera pisada en aquel territorio. “Eran seis – decía el forastero – los hombres que entraron en el bosque en busca del ave. Yo no creí nada en un principio. Nunca había visto un pajarraco de esas características. Pero en el momento en que regresaron …” y allí detuvo mi abuela la narración mientras limpiaba una lágrima que resbalaba por su pálida mejilla derecha. Luego continuó: “El forastero me dijo que traían algo gigante bajo una manta totalmente oscura. Entonces pidió que le dejasen ver qué era lo que había allí, pero por unos instantes se negaron. De pronto uno de los seis permitió que pudiera ver por debajo de la manta durante un pequeño instante. En aquel momento percibí en el hombre una emoción que no había visto nunca en nadie, pues resultó que el ave sí existía y, cuando se asomó por debajo de la manta, la pudo admirar justo en el momento en que abría sus ojos y le observaba con desconfianza”. En aquel momento sentí un escalofrío extraño en mi cuerpo. Estaba impresionado de que mi abuela creyera y, más aún, que yo le estuviese creyendo esa historia.

La vieja prosiguió su relato: “El forastero no volvió a ver al ave, pero supo que se la llevarían para estudiarla y poderla exhibir a las personas de la ciudad. Sin embargo, lo que sí me afirmó con tristeza fue que después de aquel día, poco a poco, el bosque empezó a deteriorarse. Duró unos dos o tres años en convertirse en el desierto que hoy es. Y los animales que no podían emigrar a otros lugares terminaron muertos a causa de la insoportable sed y la angustia de no encontrar alimento en los áridos terrenos”.

Una tristeza me invadió en aquel momento. Me temblaban las manos y sentía frío en mi cuerpo. Un nudo en la garganta quería ahogarme para no dejarme hablar. Los ojos se me inundaron de lágrimas queriendo resbalarse por mi rostro, pero yo luché por impedirlo. Entonces simplemente pude preguntarme: ¿dónde está el ave con su belleza? ¿Podrá salir de su cautiverio en algún momento para volver a dar vida con su hermosura sobrenatural e irradiar paz con su esplendor memorable?


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