El camino de la noche
- Sergio Efrén Salinas Romero
- 22 ene 2023
- 3 Min. de lectura
Desde niño me dijeron que tuviera cuidado con el roce de la caña. La sensación que dejaba era muy molesta e incluso la primera vez que estuve en el cañaduzal salí lleno de ronchas y con ganas de ir corriendo y saltar al rio para sentir la frescura de esas aguas oscuras.
Qué bellos recuerdos tengo de esas épocas, esos momentos hoy se convirtieron en un faro de luz que me mantienen cuerdo en medio de tanta locura. Aunque si debo ser sincero todo me lleva al mismo punto.
Aquella noche de viernes cambió mi vida. Salía de la fiesta y me encaminé a oscuras hacia mi casa. Nada parecía poder acabar con la sensación de ligereza y relajación que deja el alcohol cuando se pasea por las venas, las vísceras y el cerebro. Pero entonces fue cuando, al pasar por los cultivos que se encontraban cerca al camino sentí que algo me acarició de manera rápida pero contundente.
Mis sentidos, que permanecían en el éxtasis de la bebida, no pudieron identificar lo que se acercó a mí en ese preciso momento, sin embargo, recordé lo que mis padres me decían: cuidado con el roce de la caña.
Las horas pasaron y la borrachera también. En ese momento fue cuando percibí que algo no estaba bien. Aquella noche no había llegado a mi casa, y a la par que se iba el efecto del alcohol aparecía la terrible sensación de dolor y ardor en mi brazo. De inmediato pensé que eso de ninguna manera lo había hecho la caña y fue lo peor. Luego de eso me pregunté varias cosas como ¿Qué ha sucedido? Y algo que me terminó de helar la sangre ¿Dónde estoy?
La luz era tenue en aquel lugar y parecía ser un paraje boscoso. No obstante, nada en ese lugar parecía estar vivo del todo. Las plantas eran grises y el sonido del viento no arrullaba, más bien era como un constante resoplido tosco; como si un gigante durmiera una siesta luego de devorar a su víctima.
Me constó un buen rato asumir que era parte de ese paisaje extraño y tétrico. Me sentía fuera de mí, mis pies no se sentían en el piso ni mis pulmones se sentían listos para recibir ese aire. Entonces una punzada de dolor me arrebató de ese limbo sensorial y recordé el ardor que se iba esparciendo por mi piel.
- ¡No más! - Grité intentando hacer que lo que fuera que me hubiera llevado a ese lugar detuviera sus intentos de hacerme sentir un extraño en mi propio ser y un perdido en mi entorno.
El aire se hacía más escaso. Cada vez estaba más convencido de la existencia de un gigante que absorbía el aire, la luz y la vida de ese lugar. Tal vez por eso todo era gris, todo agonizaba y yo con el ambiente me sentía cada vez más familiar. Yo también agonizaba.
Lo primero que tuve que recordar es que los largos días jornaleando me esculpieron fuerte y, por otro lado, me heredaron la costumbre de nunca dejar mi machete olvidado. Ahí estaba, ceñido a mi cintura estaba mi compañero de trabajo. Lo desenvainé y vi que su hoja estaba ligeramente deteriorada por el uso constante, pero no le faltaba el filo.
Fue entonces como después de ese pequeño redescubrimiento de mí me derrumbé en un sueño profundo y agitado. En las breves imágenes que pasaban por el telón de mis párpados estaban las caricias de mucha gente que formaba parte de mi vida; escuché pájaros y grillos, ausentes por completo en el tiempo que llevaba allí. Me descubrí infante y vulnerable.
Entonces encontré la clave para salir. Si por una caricia ponzoñosa me encontraba encerrado en aquel lugar, por esas caricias dulces que marcaron mi piel con recuerdos encontraría la salida.
Hoy me encuentro nuevamente bebiendo y tengo que recorrer el mismo camino de esa noche. Pero la oscuridad es más brillante y mis sentidos más conscientes. También me alumbran el camino los recuerdos de mi vida.
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