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La epidemia bogotana

¡Otra vez! Después de un día caluroso y difícil en mi trabajo, vuelve la noche fría y tortuosa de Bogotá. No sé adónde ir a dormir ahora. Ayer me tocó debajo del árbol que está en frente de San Francisco. Esa carrera séptima es lo más sano que se puede conseguir en esta selva citadina. Afortunadamente hoy en la tarde un enfermo pasó con media arepa en la mano y la tiró en la caneca de la basura, de lo contrario ahora mismo además del frio penetrante tendría que soportar a mi estómago desgarrado por el hambre. ¡Es raro eso! Ya estoy acostumbrado a no comer mucho, pero aun así mi cuerpo me sigue pidiendo como si todos los días lo alimentara con los manjares que produce la gastronomía del centro de la ciudad.


Acaba de pasar Caleño cojeando. Parece que le hundieron una navaja en el muslo de la pierna izquierda. Además, le falta su cobija café. Seguramente por eso es que le metieron su navajazo. ¡Ah eso ya es común todas las noches! Cuando a uno el frío lo arrincona en los mismos andenes donde los doctores encorbatados se echan su meada y no tiene más que un cartón para taparse, lo más sencillo es coger una navaja e ir a buscar un tipo que esté medio dormido para quitarle la cobija, y si se opone toca usar la afilada herramienta. Mi abuela decía: “las cosas no son del dueño sino del que las necesita”.


Tocará dormir aquí en Plaza de Bolívar. Nada como acostarse y descansar bajo la presencia inmortal de la figura de nuestro libertador. El olor a orines mezclado con el de paloma ya no me molesta lo más mínimo. Y esto me hace recordar cuando me vine para la capital a buscar trabajo. Los primeros días, el pagadiario donde vivía fue la gloria, comparado con lo que vino después cuando me quedé sin una moneda y tuve que acostumbrar mi espalda a la suavidad del adoquín y el aroma de la miseria durante toda la noche. Podría quedarme en unas habitaciones que algunas fundaciones disponen para pasar la noche, pero no podría dejar tirado a Tobías: un perro sucio y chiroso que es la compañía más leal que la calle me ha podido brindar. En el día compartimos los alimentos y en la noche él se queda despierto y me avisa cuando pasa alguien sospechoso que podría poner en riesgo mi capital compuesto por una cobija y un plástico para la lluvia.


Ya son casi las seis de la mañana y mi sueño ha sido intermitente. El grito de Luz, una mujer gorda y rubia que todas las noches se embriaga con una mezcla de gaseosa y alcohol etílico, me despertó a las tres. A las cuatro y media me despertó nuevamente la pelea de Luz con su supuesto marido que solo ella ve. Y ahora me acaba de despertar Tobías para que recoja mi cama y me vaya a trabajar en los buses.


Desde hace tiempo resolví trabajar con mucha precaución porque parece que una plaga o enfermedad se propaga en medio de las personas. Por eso, cuando trabajo, uso una chaqueta impermeable cuyo cuello me tapa casi toda la nuca; me pongo un tapabocas para evitar que el virus se me meta por la nariz; y finalmente manipulo todo con guantes de esos que se ponen las enfermeras cuando cosen las heridas de cuchillo. Con estos atavíos me dirijo, pues, a trabajar en el Transmilenio.


Cuando me subo a los buses, cuando camino en las estaciones, e incluso cuando simplemente me siento en una banca en la Plaza Santander, me doy cuenta que cada vez son más los infectados por la enfermedad. Esta epidemia (que no sé si ya es una pandemia como esa del COVID) parece que nubla la visión de las personas que son infectadas, pues caminan con mirada insegura y afanada, sin mirar hacia los lados ni al suelo. Tampoco les permite escuchar cuando les hablo pidiendo una moneda a cambio de las historias que cuento. Y si les pregunto cómo están parece que no escucharan porque nunca hablan, es como si la lengua no les funcionara o hubiesen perdido la voz. Esto cada vez me alarma bastante. Ayer le comenté mi preocupación a Angelito, un viejo de cabello largo y barba blanca que en la octava se la pasa leyendo y conversando todo el día. Él me dijo que también le preocupaba la situación porque parece que la epidemia se expande más rápido que cualquier otra enfermedad. Además, dijo que, si los científicos no le habían dado nombre a este fenómeno, él mismo se atrevía a llamarlo la epidemia de la “Indiferencia”.


Después de aquella charla quedé más preocupado aún, pues si los síntomas de la pérdida de estos sentidos siguen siendo tan fuertes en las personas, parece que pronto simplemente vamos a quedar los ñeros de la calle, porque hasta el momento no he visto a ninguno con esa enfermedad. Por lo menos aún nosotros podemos vernos, escucharnos y hablarnos. Sabemos que el otro existe. ¡Pobre aquella otra gente! ¿Será que ya no hay solución para esa enfermedad?

2 Comments


Jaime Sabu
Jaime Sabu
Jan 29, 2023

Eso pasa por qué falta amor en cada corazón, no hay caridad de sentimientos y dolor ajeno, por eso aún estando vivos ya no sienten y viven la mundanidad

propia

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Rocio Prieto
Rocio Prieto
Jan 29, 2023

Exelnte tu columna jefferson aver si los q leeemos estos renglones nos detenemos a pensar q cada uno de nosotros podemos darle solucion a esta enfermedad q no somas mas q otras personas solo unos tenemos mejores oportunidades q otros pero todos somos ser humanos y merecemos un salido,un muchas gracias.

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